Sus ojazos, su repeinado pelito rubio, como si fuera un príncipe, uno de la calle, con esa camiseta sin mangas que permite apreciar su robusto cuello, sus brazos largos y fuertes. Estoy deseando que Brad Hunter se desnude de nuevo delante de mí. Su torso plano, fibradito, largo y atlético me chifla. Él lo sabe, por eso lo primero que hace es regalarme esas vistas levantándose la camiseta. Se le marcan ligeramente los pectorales y abdominales. Está tan rico como siempre.
Lo mejor de la enorme y larga polla que le cuelga entre las piernas es verla crecer. Esta vez su tamaño se incrementa cuando está sentadito en la silla. Por la parte abierta del despaldo sobresale su gigantesco pollón. Tan sólo tendría que agacharme y conseguir que me deje probar aunque sea la puntita. Es enorme, como el cuello de un dinosaurio hervívoro.
Se baja los calzones por las pantorrillas y se tumba bocabajo sobre mi cama. Al verlo ahí, tan guapo, con el culito respingón al alza e imaginarme lo que está rebozando por las sábanas, sé que cuando se vaya me convertiré en un puto cerdo esnifando su olor y el precum que haya dejado encima al restregar sobre ellas su pirulón, sus cojones, toda su dote.
Le encanta enseñarme su culo, su precisosa raja, con una hendidura bestial para meterle la polla. Se pone de rodillas en la silla, arquea la espalda, saca culete y con una mano se pasa el generoso pollón entre las piernas, largo, venoso, gordísimo. No puedo quitarle la vista de encima babeando de lujuria de lo grande que la tiene. El cabrón está de rodillas y a pesar de eso la minga casi roza el asiento con su cipote brillante.
Le presto lubricante. Le presto la almohada. Quiero que vuelva a mi cama y que se la folle, que frote todo su miembro contra ella, que se corra encima para tener us aroma al menos durante unas cuantas noches y sumergir mi jeta en sus dulces sueños.