Para llegar a la cocina, Alberth Pineda tenía que pasar obligatoriamente cada mañana por el pasillo y por la habitación de Saylor Jones. Ni qué decir tiene que jamás llegaba a su destino, no en un buen rato, porque solía quedarse apoyado en el marco, mirando por la puerta entreabierta, los dos lanzándose miraditas desde extremos opuestos, magreándose unos paquetes que avanzaban a pasos de gigante rellenando la parte frontal de la huevera.
Eran como dos imanes de polos opuestos que acababan pegados sin poder soltarse. Alberth deseaba a ese chico guapete y de cuerpo definido que estaba sentadito en su cama. Saylor se derretía con ese atractivo machote, su pelito, su cara, el pedazo pollón bien largo que le colgaba entre las piernas, veintiún centímetros de pepino que aprovechaba a meterse dentro de la boca y comerle hasta las trancas antes de que creciera y se mostrara en su máximo esplendor.
La satisfacción de hacerle una mamada todavía con el rabo amorcillado y encapuchado y en un par de caladas sentir cómo crecía en el interior de su boca, con las caricias de sus labios, contoneándose delante de él, toda dura de un lado a otro y con sus babas encima. Y aún cuando estaba completamente dura, le hacía un hueco en su garganta y se la tragaba hasta las pelotas.
El calor de esos huevazos calentitos pegados a su barbilla, recogiditos en la base y que de vez en cuando se empeñaba en separar de ella cogiéndolos con la boca y estirando hacia abajo. Delgadito y pollón era una combinación que pocas veces fallaba. A Alberth no dejaba de alucinarle esa boca de fantasía, ver cómo un tio era capaz de tragarse su larguísima tranca hasta las pelotas y no sólo eso, sino que Saylor también la sostenía un ratito ahí dentro, aguantando la respiración, hasta que le sobrevenía una tos que le hacía escupir bien de saliva hacia la base y los huevos.
Mojadita y con la saliva chorreándole por la polla, Alberth la sacó de su boca y se lo llevó a la camita para dar le siguiente paso. Saylor ya sabía lo que tocaba ahora, por eso enseguida se puso a cuatro patas sobre la cama. Albereth le quitó los calzones y descubrió su precioso culazo y algo más, porque entre las piernas abiertas del chaval pudo descubrir que estaba muy bien dotado, con los cojones y la minga colgando.
Con una mano le sacó todos los atributos forzándolos entre las piernas, atrayéndolos hacia su boca y le hizo la triple comida, dedicándose más a abrirle el apetito de su esponjoso y suave agujero, pero sin obviar las pelotazas y el pollón bien gordo que se gastaba ese mamón. Alberth se tumbó en la cama, Saylor le dio la espalda y cabalgó sobre sus piernas después de meterse esa dura y larga tranca sin condón por el culo.
Igual que había hecho con la boca, se tragó esa polla enterita hasta los huevos, una y otra vez, disfrutándola. Se echó hacia atrás, apoyando las manos sobre el colchón, a cada lado del cuerpo de Alberth. Saltaba tragando rabo y dejando el suyo al viento, rebotando al libre albedrío. Luego se inclinó al borde de la cama y dio culo a ese machote para medir su valía como empotrador. La tenía tan larga, tan grande y le cacheaba tan bien con los huevos al empotrarle, que le dio un sobresaliente.
Volvió a regalarle su culito esta vez bocarriba en la cama, con las piernas bien abiertas, dejándose hacer, observando cada movimiento de Alberth, los gestos de su cara, la forma en la que se movía para clavarle esa majestuosa pollaza. Mientras se lo follaba a pelo, Alberth le cogió toda la polla llenándose la mano y pajeándole duro, escupiéndole encima de la verga para que la mano resbalara mejor.
Primero se la meneó con una mano, luego a dos manos. Menudo cabrón. Saylor se las retiró para poner las suyas y los dos se liaron a pajas sobre la cama, uno al lado del otro. Saylor fue le primero en retorcerse de gusto y sacarse los lefotes. Alberth se pajeaba mientras miraba cómo colvulsionaba de placer. No pensaba desperdiciar la leche, así que se puso de rodillas sobre la cabeza de Saylor, le dio de comer rabo una vez más, le vino el gustillo, relajó la frente, los ojos en blanco, se tumbó de lado en la cama, apuntó con la minga hacia la carita de Saylor y empezó a dispararle lefazos encima, mojándole el cuello, el cojín que tenía detrás, la mejilla, los morritos, todo decortado con su leche. Se relajó dejando que Saylor se la dejara bien limpita.
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@ fotos por Oscar Mishima