Si a Gustavo Cruz le preguntaran qué suele encontrarse como gigoló cuando va a las casas de quien le contrata, contaría que la mayoría de tios le meten en el salón y le ofrecen tomar algo, hasta que se desinhiben, se toman confianza y le empiezan a acariciar el muslo, como si le hubieran llamado para otra cosa que no fuera follar. Luego la mano sube hasta la entrepierna, flipan con el tamaño de su verga y les falta tiempo para sacársela y atragantarse con ella del puto hambre que les despierta.
Pero hay veces que tiene encuentros diferentes, algunos bien detallistas, como el que tiene con John Brachalli, que ha preparado su habitación con luces de neón, se ha tumbado sobre la cama con el traje puesto y se ve que alguien le ha ayudado a atarse de manos con unas esposas y a ponerse una capucha de cuero con bozal. Jugar con cachondos mentales es todo un reto para Gus.
Le saca el rabo por la bragueta y se lo chupa. Ese cabrón también la tiene bien grande, así que juntos lo van a petar. Sube hasta su cara, le saca la mordaza de la boca y le relame los labios y la lengua. John gime de placer y le brinda su aliento de vicio. Es sólo el principio. Esa boquita guapa destacando bajo la máscara hace que Gus quiera darle polla. Se la saca y le cachea los morros propinándole unos buenos manguerazos con su gran pipa.
Máscaras fuera. Se enamora de la cara de ese tio, de su pelo, de sus ojos, de su barbita. Está tan receptivo que lo pone a cuatro patas sobre la cama y descubre su grandioso culazo. Le mete lengua por el ojete, coge un dildo negro grande y le perfora hasta que el agujero está lo suficientemente preparado como para recibir su polla. Le da por culo a pelo.
Carita de cabrón guaperas que pone el colega, con esa media sonrisa de satisfación cuando siente el enorme rabo explorando las profundidades de su ano. Es bien feliz. Salta y salta y su largo rabo se menea entre sus piernas, chocando contra los muslos de Gus, que siente cómo sus pelotas se llenan de leche con el incesante bombeo.