Brad Hunter regresa más cachas, más buenorro y con la polla más grande y caliente que nunca | Bentley Race

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Con el paso de las temporadas, Brad Hunter había dejado de ser ese chavalito tímido que se desnudaba en la habitación a un hombre hecho y derecho con las cosas bien claras. Y tan claras que las tenía, que fue llegar a la habitación, bajarse los pantalones, levantar una pierna encima de la mesa para enseñar su culazo y sus piernas fuertes y firmes y preguntar a Ben qué pensaba de él. El galán de ojos azules ahora era todo un príncipe en edad de merecer, de merecer un buen culo que follarse o una buena polla que le diera todo lo que se merecía.

Al darse la vuelta Ben no pudo sino enamorarse otra vez de él. Atractivo a más no poder, esos ojazos azules, esa carita de niño bueno pero a la vez de vicioso empedernido, la media sonrisa perfilada en su boca mientras tapaba sus vergüenzas con una sola mano, su torso largo y atlético, más musculoso que nunca, con hombros firmes, biceps bien formados y los pectorales y abdominales marcados como una tableta de chocolate pero de chocolate blanco, muy blanco.

Brad retiró la mano y su gigantesca polla salió rebotando hacia arriba. Un pollón inmenso que apetecía tocar, jalar, abrir el culo de par en par para ser follado. Joder, qué había desayunado ese cabrón durante apenas unos meses desde que no se veían para tenerla más grande que antes. Menuda barra de carne que apetecía pajear a mano llena, descapullada, con el cipote rosáceo por delante.

Ben no fue consciente del todo del tamaño de esa verga hasta que él se la empezó a pelar agarrádola por la base. Gigantesca, durísima, venosa, lo más grande y bonito que había visto nunca. Miró su rabo, miró su cara. Ese chaval lo tenía todo y lo merecía todo. Supuso que sus gustos no habían cambiado y en efecto, le agarró de las piernas, se las separó y le preparó el culito, pasándole la enorme minga entre las piernas y chupándosela con placer.

Ese día no se lo iba a follar, ese día ese pollón necesitaba una buena mamada y mucho cariño. Necesitaba ver cómo la leche rebosaba de su capullo y mojaba entera toda esa impresionante fusta. La mamó, la pajeó y sacó un masturbador del cajón que hizo que se le pusiera durísima, roja, a punto de explotar de gusto. Entonces colocó los morros en su cipote, acoplando encima los labios y no paró de consolarle hasta que tuvo dentro de su boca toda la leche.

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