Mi hija tenía un gusto exquisito para los tios. Traía a cada pibón a casa que se me ponía la pirula bien tiesa. Se superaba con cada relación y con esa última no pude contenerme. El chaval se llamaba Klein Kerr y estaba coladito por ella. Solía llegar siempre a recogerla un rato antes y apenas se despegaban. Yo en su lugar tampoco me despegaría de él, desde luego, porque el tiarrón estaba de comer pan y moja.
Ese día llegó bastante pronto y mi hija estaba de compras. Le invité a ponerse cómodo en la habitación de ella. No contaba con que estuviera tan salido como para tumbarse en la cama, dejar el cajón abierto con las prendas íntimas y excitarse hasta tal punto de hacerse una paja. Le pillé con los calzones blancos bajados por las pantorrillas, la camiseta levantada a la altura de los pectorales, acicalándose el pezón derecho con los deditos de una mano y usando la otra para fustigarse el rabo.
Jooooder, qué rico estaba. Cuerpo bronceado, guapo, muy atractivo, todo un chulazo, musculitos y una pedazo de polla bien larga que me hizo avergonzarme al pensar en cómo mi hija la estaría disfrutando todos los días. Reconozco que sentí algo de envidia sana que traté de reparar enseguida presentándome como era debido al chaval. Al verme, se subió los calzones enseguida, aunque ya poco podía esconder. Su rabo remoloneaba marcando un buen bulto ahí abajo.
No quería que se asustara y saliera corriendo. Le hice sentirse cómodo, que me viera como a un amigo, restando importancia al hecho de que se estuviera masturbando en mi propia casa cuando apenas le conocía de nada. Sé que el resto de padres que leáis esto, estaréis acostumbrados a conocer a los novios de vuestras hijas en otras circunstacias, pero las mías surgieron así.
Resultó que Klein no conocía muy bien el idioma, así que le hice gestos señalando hacia sus calzones para que me enseñara su rabo. Se los quitó y flipé admirando esa pirula larga y morcillona descansando contra su cadera para después caer toda larga entre sus piernas. Se la cogió de nuevo y empezó a meneársela delante de mí, derritiéndome con esa sonrisa blanca que me hacía sentir feliz.
De alguna forma se dio cuenta de lo que andaba buscando y por suerte este era diferente al resto, porque estaba claro que tenía la mente muy abierta. Sabía que me encantaba el tamaño de su rabo y no paraba de zarandeárselo agarrándolo por la base, de soltarlo para dejar que cayera encima de sus muslos. De huevera iba también sobrado.
Se me estaba poniendo durísima. Se lo hice saber remarcándome el paquete y el cabrón se revolvió sobre la cama para llegar con el pie a mi protuberancia y frotarme el pito con el empeine mientras se la seguía cascando. Toqué por primera vez su cuerpo caliente y musculoso. Me llamaban poderosamente la atención sus firmes pectorales y me atreví a tocarle el rabo. Estaba entre blandito y duro, tremendamente suave y caliente. Me hizo un gesto como que se había dado cuenta de que yo también la tenía bien grande y dura y enseguida nos hicimos colegas.
Me saqué la polla de su encierro y se ve que le gustó mucho, puesto que siguió pajeándose sin dejar de mirar cómo se bamboleaba mi pene entre mis piernas al moverme por la habitación. Al acercarme volvió a poner sus pies en mi miembro y me la masturbó con ellos. Me acerqué un poco más. Me puse de rodillas en la cama, metido entre sus piernas, tomé su pene en mi mano y él hizo lo mismo. Ese intercambio de pajas nos las puso a los dos más duras todavía de lo que ya las teníamos.
Los dos las teníamos enormes. Klein me la cogió, la acercó a la suya posándola encima y comparamos. Cogí las dos pollazas con mi mano y las pajeé al unísono. Él resultó ser más guarrete que yo. Se lamió la mano varias veces, acicaló los rabos con la saliva y les metió un buen meneo. Me estaba empezando a gustar muchísimo y su cuerpazo me estaba poniendo cachondo perdido.
Le pedí que alzara los brazos y marcara biceps. Me encantó ver esos musculazos y la pelambrera negra de los sobacos. Francamente me hubiera lanzado a esnifarlos, pero entonces volví a fijar mi mirada en sus macizos pectorales y tuve una idea excitante. No sólo las tias con buenas tetas podían hacer grandes cubanas. Posé mi rabo entre sus dos pechotes, apreté la polla por arriba con el pulgar y empecé a follarme su cuerpo. El cabrón se mordió el labio inferior y miró hacia abajo viendo la polla frotándose por encima. Era el primero que usaba una parte tan bonita de su cuerpo para hacer ese tipo de travesuras.
Le propiné unos pollazos haciendo impactar mi glande contra sus pezones. Supe que estaba preparado. Acerqué mi polla un poco más a su cara y en cuanto vi que por instinto abría la boca y sacaba la lengua, me lancé y le hice comerme el rabo. Chupaba de puta madre y con ganas y el que tuviera su mano ocupada agarrándome el miembro me permitió ver el suyo danzando en el aire, y el espectáculo que ofrecía era realmente precioso.
Me pareció a mí que esa no era la primera polla que se comía, porque a pesar de tenerla enorme, hizo unos tientos de tragársela entera y lo consiguió. Ver sus napias taponadas con los pelos de mi polla me hizo sentir orgulloso. Me tumbé y disfruté de su musculoso cuerpazo a cuatro patas y de su cara bonita devorándome la pija. Deposité de nuevo mi polla vibrante, más dura que nunca y con el cipote deslumbrante lleno de babas entre sus pectorales y le animé a hacerme otra cubanita. Esa segunda vez fue él el encargado de apretar la polla contra su cuerpo. Aprendía rápido, chico listo.
Cuando le dije que quería ver lo bien armado que tenía el pandero, se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación dándome la espalda. Al llegar a la altura del borde de la cama, le empujé y cayó tumbado. Se abrió de piernas. Al acercarme con mi rabo duro en la mano se abrió todavía más. Le pregunté si quería que me lo follase. No sé si me había entendido pero asintió con la cabeza. Total, si no me había entendido, estaba a punto de descubrir lo siguiente que quería de él.
Le metí la polla sin condón por el agujero de ese flipante culazo y me lo empecé a follar con unas ganas con las que no me había follado a nadie jamás en mi vida. Me gustaba tantísimo que sólo quería darle lo mejor de mí. Nunca antes había tenido que respirar hondo varias veces, ni cerrar los ojos para evitar que la visión de ese chulazo me hiciera correrse antes de tiempo.
Gimió en alto, jadeó, hasta incluso juraría que escuché cómo soltaba alguna palabrota por su boca llamándome de todo. Me fijé en su cuerpo, ahora en ciertas zonas con la piel de gallina, señal de que le estaba dando donde más le gustaba. Se revolvió sobre la cama y se puso bocabajo ofreciéndome su culo. Antes de metérsela de nuevo, hundí mi rabo en su raja, lo apreté por arriba con el pulgar y me hice una paja entre sus nalgas que me supo a gloria.
No faltaba lubricante porque cada dos por tres el precum hacía acto de presencia. Aún así Klein le la chupó varias veces. La última me puse de pie en la cama. Estaba sentado comiéndose mi polla y yo alucinando con su cara, con su cuerpazo, con su linda y larga polla retozando entre las sábanas. Klein se levantó, fue hacia el sofá de cuerpo, me dio la espalda y posó la raja de su culito justo en el reposabrazos, esperando mi llegada.
Me quedé un ratito pajeándome y observando desde la cama esa obra de arte de carne y hueso, cómo me excitaba dándose toquecitos con la yema de los dedos en el ojete, sus cojones y su enorme rabo colgando entre sus piernas, sus huevazos aplastados contra el reposabrazos. Le metí toda la vara a pelo y volví a follármelo por detrás un rato después en la cama. Esta vez, antes de hacerlo, pasé una mano entre sus piernas y le saqué la polla hacia atrás para darme el placer de masturbarla, de ver cómo se quedaba toda tiesa apuntalando el colchón.
Algo me decía que de su par de huevos y el mío iba a salir una cantidad de leche demencial. Klein volvió al sillón de cuerpo, esta vez para pelársela duro. Yo me quedé de pie haciendo lo mismo, muy cerca de él. Miraditas, tocamientos. Los dos estábamos realmente cerdos. Rocé mi rabo contra el pectoral y la tetilla que me quedaba más cerca, algo que para mí y para él había sido todo un descubrimiento.
Cada vez jadeábamos más fuerte. Teníamos las pollas a punto de nieve. Con un quejido sordo, con un gruñido, Klein empezó a soltar mecos blanquitos y lechosos sobre su muslo y su puño. Qué placer tan inmenso, qué felicidad me entró por el cuerpo al sentir el cosquilleo de la corrida recorriendo mi espalda y ver un chorrazo de semen salir por la punta de mi polla y cruzar su musculado torso.
Creo que me animé a mí mismo con lo que estaba viendo, así que, después de soltarle una estupenda lechada en ese lugar que tanto me había excitado, entre sus pectorales, empecé a escupir leche sin control y le dejé todo el cuerpo cubierto de lefa, goterones resbalando por su torso. Casi a la vez soltamos nuestras enormes pollas que se quedaron ahí corriéndose y dando bandazos y no pude dejar de mirar lo sucio que le había dejado con mi esperma y lo bonito que quedaba ese delirante cuerpazo bañado en semen.
En vistas a que mi hija estaba a punto de llegar, el cabronazo frotó su cuerpo lleno de su leche y la mía y se la esparció por encima como si fuera crema hidratante. Froté mi polla una última vez por su cuerpo, me tentó darle una última sacudida en su polla todavía semirígida, que terminó haciendo un alucinante molinillo y le hice señas para que no contara nada de lo que había sucedido. Más tarde, cuando mi hija llegó, mientras yo estaba viendo el partido, escuché unos gemidos que venían de la habitación. Sonreí de gusto relamiéndome las heridas, sabiendo, ahora sí mejor que nunca, de la clase de tio que ella estaba disfrutando.